Solemos hablar de sinceridad y la mayoría nos creemos sinceros. Hasta criticamos a las personas que piden sinceridad y luego no les gusta escucharla de nuestra boca. En verdad parecemos sinceros.
Pero, ¿lo somos? ¿Cuántas pequeñas mentiras decimos a lo largo del día? Venga, va! No me seáis mentirosos y no digáis que no mentís 😉
Ya sabéis que en la parte más oscura de mi bosque, todo vale mientras sea verdad. Libertad de expresión. Autoconocimiento, jejeje, autoconocimiento no es algo que nos guste cuando la parte a conocer está podrida, verdad?? Muahahaha!!! Pero no temáis, estáis solitos en casa y nadie más va a saber qué pasa por vuestra cabeza, sólo os váis a enfrentar a vuestros propios miedos, a vuestros secretos, a vuestras mentiras…
¿Era verdad que tenías trabajo acumulado? ¿O lo cierto es que no te apetecía nada salir de casa pero no querías parecer un vago? Son pequeñas mentirijillas. Mentiras piadosas incluso: «Sí, estoy bien» Es sólo para que no se preocupe…
Pero llega un momento en el que podemos caer en la espiral de las mentiras y que nos sea extremadamente fácil mentir, hasta tal punto de mentirnos a nosotros mismos.
No voy a decir si soy o no muy mentirosa porque lo cierto es que no sabría decirlo: puede que diga mentirijillas pequeñas, más de las que tocaría, pero de las grandes digo bien pocas.
Lo que sí recuerdo fue una vez que me mentí tanto y durante tanto tiempo que conseguí modificar un recuerdo.
Fue algo que me pasó de pequeña. En realidad no fue algo que yo hiciese, sino que me ocurrió y sólo fui la víctima. Pero consiguieron hacerme creer que la culpable de que pasase aquello había sido yo. Me maldije durante mucho tiempo y recuerdo incluso que le pregunté a mi madre si era verdad que en los ojos de una persona muerta podía verse alguna imagen (aquella vieja teoría de la retención de las imágenes en la retina) y me preocupaba que de ser cierta esa teoría pudiese ser extensible a las imágenes que se nos presentaban en nuestra mente (excusadme por la desorbitada imaginación, tenía 5 años).
Temí que al morir alguien viese ese recuerdo mío en mis ojos e hice todo lo posible por borrarlo. ¿Sabéis qué conseguí? Reescribí mi recuerdo, sólo que la protagonista era otra niña de mi edad, y yo sólo había presenciado el suceso.
No fue hasta unos 15 años más tarde cuando por casualidad, reviví algo similar a través de alguna circunstancia y volvió a mí el recuerdo real. Me sonreí al pensar que había sido capaz de enterrar ese recuerdo tan penoso y que después de todo era capaz de entender por fín, que yo no era la culpable sino la víctima y que por descontado en el caso de que álguien pudiese leer mi mente en el instante de mi muerte ni por asomo sería ése el momento más importante que se vería reflejado en ella.
De todas formas, esta mentira no afectó a nadie más que a mí, y me protegió en verdad. Pero no creo que sea ésa la realidad de la mayoría de las mentiras. Así que os invito a hacer como Cathal Morrow, el hombre que decidió realizar el experimento de no mentir en un año, sólo que yo creo que es extremadamente difícil y no tengo mucha fe en el éxito (por la fuerza de la costumbre, que es tan grande que seguro que se te escapa alguna pequeñita), si bien os aliento de la forma más entusiasta porque realizar el experimento desde luego contribuirá sin lugar a dudas al crecimiento personal de la persona, no sabemos si moralmente, que es casi seguro, pero desde luego en experiencia sí y mucho.
Para empezar, una de las razones que considero un obstáculo para esta empresa, es las relaciones sociales. Estamos acostumbrados a quedar bien y a que queden bien con nosotros: si pedimos la opinión de alguien acerca de nuestro aspecto, esperamos una valoración que parezca objetiva pero, sin duda, sea favorable. Y a veces mentimos como bellacos.
Como este tema hace tiempo que me preocupa, el de la verdad, procuro decir justamente lo que pienso desde el enfoque más positivo, sin evitar la crítica, eso sí, casi siempre contrarrestada por una valoración si no positiva, al menos constructiva, ya que hacer daño porque sí creo que es peor que ciertas mentirijillas. Y a mi parecer, creo que es lo mejor que se puede hacer, ya que la otra persona ve que realmente le estás diciendo la verdad y que además estás teniendo en cuenta sus sentimientos para no herirlos, pero aún así no quitas la posible crítica que le pueda hacer crecer o mejorar en esa faceta de su vida, por tanto siento que es una opción más que considerable entre la mentira y la crueldad: sinceridad con positivismo. Conclusión: no hace falta decir mentiras.
¿Qué pasa si te cruzas con una persona contraria a tus ideas políticas por completo? Pues si no tienes ganas de discutir y tampoco quieres mentir, le puedes proponer buscar puntos en común y ver cuánto os puede ayudar a crecer a ámbos el escuchar la parte del otro.
No sé. Puede que penséis diferente pero me gustaría que fuese cierto que se puede vivir sin decir mentiras.
Es más quiero pensar que no forma parte de nuestro ser, que no es un mecanismo de defensa inherente a nuestro instinto, sino una mala costumbre adquirida por el encorsetamiento de la sociedad.
Quizás sea muy rousseauniana y piense que los males del hombre se deben a la sociedad y esté equivocada. Pero de momento me niego.
Prefiero que las verdades duelan pero hagan crecer antes que las mentiras faciliten las cosas ahora y creen indivíduos débiles en el futuro, incapaces de hacer frente a los verdaderos obstáculos de la vida.
Hay que asumir nuestros propios pensamientos, creerlos de verdad (claro que para ello hace falta cuestionarse a uno mismo para que no queden huecos e incoherencias) y luego ser capaces de mostrarlos y hacer frente a lo que te echen, porque ya no hay resquicios que nos puedan debilitar, tan sólo matices y nuevas visiones que nos hagan crecer.